jueves, 16 de junio de 2016




                      VOLTAIRE CONTRATACA
                        André Glucksmann


  El Cándido de Voltaire tiene más vigencia que nunca. Ésta es la tesis -y de algún modo, el testamento - presentada en esta obra por el filósofo André Glucksmann. De un libro que Flaubert dijo haber leído más de veinte veces, de un autor, Voltaire, que después de los atentados de Charlie Ebdo, volvió convertirse en best-seller entre los franceses tres siglos más tarde, pueden extraerse muchas lecciones para nuestros días. De la mano de Glucksman vamos desvelando tema a tema la relevancia que tiene en la actualidad. La crisis financiera de 1720 también introduce al hombre de la Ilustración en la percepción de su propia vulnerabilidad. Y es que ser coetaneo no es lo mismo que ser contemporaneo. Voltaire se nos hace más cercano que muchos con los que compartimos generación. 

  Su personaje Cándido tiene la habilidad de situarse en un punto medio entre la creencia naïf de que éste es "el mejor de los mundos posibles" y el nihilismo que no le encuentra sentido a nada. Repudia del mismo modo a los dogmáticos optimistas y a los pesimistas. En un principio Cándido parece consagrado a la sátira del optimismo (definido como "el deseo de sostener que todo está bien cuando está mal), pero hacia la mitad de la obra Martin y su pesimismo toman el relevo de Pangloss. Optimismo y pesimismo quedan expuestos entonces como las dos caras de la misma moneda: ambas hacen que el ser humano huya de sus responsabilidades y lo condenan a la inacción. Y Gluksmann las denuncia aún ahora como las obsesiones seculares del europeo. Un circulo vicioso en el que se alternan accesos de melancolía y arrebatos de exaltaciones conquistadoras. El siglo XX y la multitud de posturas nihilistas adoptadas por una buena parte de los pensadores es un buen ejemplo de lo poco que han logrado segun Glucksmann estos cantores del sinsentido.

  "Cándido o el júbilo desengañado del primer europeo". Así lo llama el autor. Es cierto que Cándido experimenta el absurdo, lo sufre, lo llora, pero no lo provoca ni se regodea en él. Como contrapartida, el epítome de este ideal punto medio entre estos dos extremos acaba siendo el HUERTO VOLTAIREANO, esa realidad "cultivable" que no es un paraíso que dependa del exterior, de lo ultraterreno, ni tampoco un infierno o un vertedero. En él, como en el huerto de Epicuro, pueden germinar los más diversos modos de vida y de goce. La dificultad está en que el hombre del goce individual no contradiga al hombre del deber general. O, como apuntaba también Diderot, conseguir hacer coincidir el bien ideal con el hedonismo relativista. 

  La dicotomía norte-sur que se vive en Europa (Europa, "ese objeto de deseo mundial" la llama Glucksmann) no tiene tanto que ver con la confrontación de dos estrategias políticas ni de dos opciones espirituales (la seriedad protestante y el goce romano, o como las llama el autor, "la psico-rigidez nórdica de las hormigas luteranas y el hedonismo de la cigarras latinas") sino con dos modelos de sociedad: "Uno (después de la caída del totalitarismo nazi) pretende erradicar la utopía marxista. El otro, mantener ese horizone, aunque se encuentre lejos. Uno (después de la caída del totalitarismo soviético), afronta la competitividad del mundo real. El otro sacrifica para siempre las exigencias de la realidad en beneficio del un "mundo nuevo".

  El reto es, "encontrar en esta Babel moderna no un modo de vivir sino de sobrevivir." Y seguramente apunta Glucksmann es la adversidad la fuerza aglutinadora más fuerte del ser humano. Es la adversidad lo que une a los supervivientes de Cándido. 
Para unir esfuerzos, hay que identificar al enemigo. Y el peor de todos, según Voltaire, "no es el apestoso diablo, ni un sistema todopoderoso, sino la ceguera individual, la tendencia a la servidumbre, la inclinación a renunciar a la libertad para dormir tranquilo."

  Voltaire es capaz de abordar las grandes cuestiones y de sacarlas por la puerta de atrás tanto de la teología como de la Soborna para llenarlas de vida. Ofrece una lección magistral de cómo vivir fuera de la Providencia divina pero también de la científica. Y eso es mucho decir en una época como la Ilustración, donde la razón era mitificada como un dios. Voltaire recuerda que el huerto de Europa además fue filosófico antes de ser cristiano pero también es capaz de detectar tempranamente cuán peligroso puede ser este otro extremo.  No es suficiente dice el autor con la crítica de las revelaciones bíblicas "esas golosinas gratuitas en un siglo de incredulidad creciente". No es suficiente con este "panglossismo a la inversa", que "se contenta con sustituir una armonía celeste por una profana. Por lo tanto, sería demasiado reducir la cólera volteriana a un anticlericalismo militante."

  No se puede negar la existencia del mal. Voltaire dice: "Negar que existe el mal puede ser dicho entre risas por un Lúculo que se encuentra agusto cenando en su salón Apolo con sus amigos y su amante; pero si asoma la cabeza a la ventana verá desgracias." Entre las desgracias que uno contempla hoy en día al asomarse por la ventana de Europa está la crisis generada con la inmigración. Sobre este hecho comenta Glucksmann: 

"Apostamos que Voltaire se habría quedado horrorizado al oír a los bien alimentados, incluso a los glotones, esos seres opulentos -pequeños o grandes-que somos nosotros, clamar ante esta invasión apocalíptica y esa decadencia universal. Las izquierdas europeas, que se definen como humanistas, y las derechas, que se dicen caritativas, refunfuñan a la hora de felicitar a dos tercios del género humano por su ascensión no al "mejor de los mundos" sino a una condición comparable a la nuestra."

  Esta conciencia del hombre, que según Voltaire no nace bueno ni malo sino polivalente, capaz de lo mejor y de lo peor, coloca la responsabilidad en el centro del individuo.

  Después de exprimir toda la obra, Glucksmann concluye con una magnífica síntesis: "Cándido no aspira a convertirse en el creador o en el enterrador de la humanidad. Su divisa: no hacer de dios, no hacer ni deshacer la historia, sino vivirla. "

  Vivirla sin hacer escuelas del optimismo ni del pesimismo, sabiendo cultivar el huerto voltaireano, siempre con la cabeza "asomada a la ventana".

Por Sílvia Ardevol


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