jueves, 25 de junio de 2015




      "Jakob von Gunten", Robert Walser


  Hablar de un autor que sobresalió en el arte de pasar inadverdido no es cosa fácil. Uno se lo imagina con rostro de desaprovación ante cualquier elogio, porque  Robert Walser sentía como dijo de él Canetti una "profunda e instinitiva aversión por cualquier tipo de ALTURA." Como lo que más le gustaba en el mundo era pasear, quizás la alabanza que más bien digiriera sería la de decir que su escritura se asemeja en cierto modo a un paseo. Pero no a un paseo aburgesado, colgado del brazo de alguien señorialmente, si no más bien al vagabundeo reflexivo, solitario, de quien sabe mirar las cosas cotidianas con asombro y dotarlas de un cierto misterio al contarlas. 

  Así es su escritura también en Jakob von Gunten, una historia centrada en el Instituto Benjamenta, una escuela para mayordomos en realidad dedicada a la formación de perfectos ceros a la izquierda. El Instituto Benjamenta pretende inculcar en sus alumnos paciencia y obediencia, dos cualidades que dice Walser ya en las primeras líneas de su novela "prometen escaso o ningún éxito". 

  En el Instituto Benjamenta los alumnos hablan de bobadas, pero es revelador el concepto del lenguaje que tiene Walser y que queda quizás expuesto en lo siguiente: "a veces también tocamos temas serios, pero evitando las palabras solemnes. Las palabras bellas son demasiado aburridas." Ésta es la sensación que desprende cuando se le lee, que está abordando cuestiones elevadas pero siempre en un tono intrascendente, incluso burlón. Como cuando habla de las ideas, "¿de qué le sirven a un hombre sus ideas y ocurrencias si no sabe que hacer con ellas?"

  Jakob, el personaje principal que da título a la novela, se define a sí mismo como un "tonto de primera" que después de su paso por el 
Instituto consigue seguirlo siendo, "con más jovialidad y 
refinamiento."

  Sin desperdicio su currículum, después de presentarse dice: "el infrascrito no espera absolutamente nada de la vida. Desea ser tratado con severidad para saber que signinfica tener que dominarse." O el encuentro con su hermano Johann y sus consejos. "Empieza desde muy abajo", le dice. "Porque mira, una vez arriba apenas si vale la pena vivir (...) En las alturas se respira un aire... Predomina la sensación del haber-hecho-bastante, y eso oprime y paraliza."

  Uno no tiene la sensación de estar leyendo una crítica a la sociedad contemporánea con Walser, más bien la de irse paseando por las percepciones de alguien que no se toma a sí mismo ni a los demás demasiado en serio. Expone lo ridículo y lo cómico del comportamiento humano sin momentos epifánicos ni reflexiones huesudas. 

  Es revelador que a Walser la muerte le sorprendiera en uno de sus paseos cotidianos, cuando ya hacia tiempo que había ingresado en un manicomio por propio pie. Lo encontraron unos niños, congelado en la nieve, con su largo abrigo negro. Quizás antes de morir le vino a la mente la reflexión que había puesto en labios de su personaje Jacob: "¿No volveré nunca a ver un pino de montaña? Tampoco sería una desgracia. Carecer de algo también tiene fragancia y energía." Hasta la muerte parece haber sido un incidente insignificante más en este hombre que había encontrado su dicha en la sencilla y antigua 
delicia de caminar.

  Al resto de paseantes nos resuena una de las frases más lúcidas de su novela, que termina con una interrogación incómoda: "La masa es el esclavo de nuestro tiempo, y el individuo, el esclavo de la grandiosa idea de masa. Ya no hay nada bello ni excelente. Lo bello, lo bueno y lo justo has de soñarlo tu mismo. Dime, ¿sabes soñar?"

Por Sílvia Ardévol


 

martes, 23 de junio de 2015




solos los dos, 
y unidos por el frío
que apenas roza brillante envoltura
solos los dos 
en esta pausa eterna del tiempo 
que nada sabe ni quiere, 
pero dura como la piedra, 
solos los dos, y amándonos
sobre el lecho de la pausa, 
como se aman los muertos

Leopoldo María Panero

miércoles, 17 de junio de 2015




Muerte en Venecia o Los Perros en el Sótano

Perros encarcelados abajo
siempre abajo y muy adentro
silenciados por el imperativo resbaloso
de la vida decente.

¡Y que decente era la vida
con los perros atados en el sótano!
Tan irreprochable esta vida
con la falda por debajo de la rodilla
(y por debajo, trepando por las nalgas,
el gemido enloquecido
de los perros encerrados).

¿Por qué no los matabas?
Así, puestos en fila, 
uno detrás de otro,
que vayan pasando,
tiro en el pecho,
cada uno fuera, 
muertos los perros
muertos sus berridos angustiados
de encarcelamiento.

Pero no, era mejor vivir
con los perros en el sótano.
Porque vivir decentemente
se subrayaba cada vez
que el asomo de un perro
interrumpía tu calurosa siesta.

Para que hubiera un orden,
¡qué bien iba un Tadzio que desordenara!
Los perros en el sótano
recordando cuan bueno y decente es uno...

Y así, despacio,
de cada ladrido ahogado, un verso.
De cada vuelta de llave
a la puerta de hierro de la costumbre,
un monumento literario que se erige,
y que te sobrevive.


Por Sílvia Ardévol

martes, 9 de junio de 2015



No perder nunca de vista el diagrama de una vida humana que no se compone, por más que se diga, de una horizontal y de dos perpendiculares, sino más bien de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser y lo que fue.” 

Marguerite Yourcenar, "Memorias de Adriano"


viernes, 5 de junio de 2015




"Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.

  Apagarlo todo en el cuadro de un día para otro, ser nuevo con cada nueva madrugada, en una revirginidad perpetua de la emoción: esto, y sólo esto, vale la pena ser o tener, para ser o tener lo que imperfectamente somos.

  Esta madrugada es la primera del mundo. Nunca este color rosa amarilleciendo para blanco caliente se ha posado así en la faz con que el caserío del oeste encara lleno de ojos vidriados el silencio que viene en la luz creciente. Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío. Mañana, lo que sea será otra cosa, y lo que yo vea será visto por unos ojos recompuestos, llenos de una nueva visión."

               Fernando Pessoa, Libro del Desasosiego

miércoles, 3 de junio de 2015




        Los Judíos y las palabras, Amos Oz

  La preponderancia que ofrece el mundo judío a la palabra y al discurso queda extraordinariamente subrallada con este libro a cuatro manos elaborado con erudición y simpatía por Amos Oz y su hija. Con su relato se entiende mejor también a toda una generación de judíos intelectuales europeos que arrastran un enorme bagaje cultural sin identificarse necesariamente con el conjunto de creencias de la religión judía. La lengua hebrea en sí, señala Oz, permite que uno se situe literalmente en el flujo del tiempo con espalda hacia el futuro y rostro hacia el pasado. Y desde este posicionamiemto está claro que se tiene, si más no, una visión particular de la historia. Es fascinante el análisis que lleva a cabo de algunos conceptos hebreos, la carga semántica que llevan y como se verifica una vez más como cada lenguaje presenta un patrón mental y una manera de entender el mundo. De un idioma del que un artículo de wikipedia dice "extinto como lengua natal desde el siglo IV d E.C.; renacido en la década de 1880" Oz  nos dice que nunca estuvo muerto, que siempre hubo personas capaces de escribir incluso comunicarse con él. 

  El énfasis de los judíos en la formación puede deberse al papel esencial que ha jugado en su supervivencia colectiva. El conjunto de relatos y experiencias gestados durante siglos deben transmitirse como antorcha a la siguiente generación, que a su vez deberá salvaguardar y transmitir a sus hijos la sabiduría acumulada. Con el paso de los siglos los judíos emigraron, se trasladaron, corrieron, "pero llevando siempre los libros a sus espaldas."

  Pero no es una formación en el estilo convencional. El plantear preguntas es uno de los entretenimientos predilectos en la tradición judía. Ya en la Biblia aparecen una y otra vez, desde los mismos inicios de la historia, cuando Caín responde a una pregunta con otra pregunta: "¿soy acaso el guardián de mi hermano?" Lo más curioso es que en hebreo no existe el signo de interrogación, pero la Biblia está llena de qués, cómos, cuándos y porqués, hasta en sus formas retóricas y por parte del mismo Creador. 

  Ahora bien, desde los inicios del sellado de  la Biblia se produjo una tensión entre el modelo conversacional prolífico en debates de sabios creativos y discutidores frente al de los sacerdotes aferrados a los textos. Esta tensión no deja de ser reflejo sin embargo del gusto de la tradición judía por la palabra. En este sentido su papel es fundamental en la inovación intelectual, ya que este placer dialéctico, este espolear al alumno para que se 
levante contra el maestro y pueda demostrarle hasta cierto punto que está equivocado, ha tenido segun Oz un papel relevante en la 
historia de las ideas. Véanse como ejemplos los casos de Marx, Freud o Einstein. Sin una inclinación a debatir y a poner en question las verdades establecidas nunca hubieran formulado en sus ámbitos las ideas a las que dieron luz, aunque después se haya hecho un mal uso de las mismas. 

  Este gusto por el debate también ha generado que la locuacidad se hayan ido convirtiendo en un elemento característico del judío. Y una habilidad estrechamente relacionada con el uso de las palabras es el humor. "A menudo mordaz, incluso automordaz y a veces abiertamente autodesdeñoso, el yiddish hizo del humor judío un arte, y Groucho Marx y Woody Allen lo transfromaron en una marca universal." Y es que los judíos han sabido hacer también que  sus miedos y cóleras puedan estallar en muestras extraodinarias de ingenio. 

Cuando uno cierra el libro, le entran ganas de correr a investigar si en alguno de sus apellidos ronda algo de sangre de esta cultura tan verbosa y particular, que goza de una relación tan especial con las palabras desde siempre. 

Por Sílvia Ardévol