viernes, 29 de junio de 2018


                                                           

CANCIÓN EXIGUA




Que lejos va quedando todo
con su pasado menguante horizonteando

Y la noche,
decididamente silbadora
y el tiempo
insistentemente hueco. 

El alba reclamando plenitudes
con su voz de paloma adormecida
mensajera a tiempo parcial
contando engolada
historias de otros tiempos.

Atrás queda el camino andado
y ahora quiero otro nombre 
para cruzar fronteras de hormigas
y silbarle yo a la noche
que tengo una canción muy breve,
y muy bonita,
que caminarme muy despacio.


Sílvia Ardévol


                                                 


MIQUEL SEGURÓ

LA VIDA TAMBIÉN SE PIENSA
Barcelona, Herder, 2018, 221 páginas

La vida también se piensa debe situarse dentro de la tendencia editorial de publicar obras de calidad en defensa de las Humanidades. Pero, ¿qué necesidad tiene una disciplina tan antigua como la filosofía de justificarse a sí misma?, se podría uno preguntar. En realidad, ninguna. Sobre todo si se entiende la filosofía como sustantivo que remite a una aspiración: philo-sophos , ser “amigo de la sabiduría”, que no sabio. Y es este amor al saber el que se encuentra extremadamente relacionado con la experiencia misma de vivir. Pero también es cierto que se han ido creando a lo largo de los años ciertos tópicos que atentan hacia lo que el público general entiende por filosofar, en paralelo a la llamada crisis de las Humanidades que ha ido desprestigiando en general los campos del saber en favor de disciplinas pretendidamente más prácticas. De ahí que resulte interesante en especial el enfoque que Miquel Seguró consigue con su libro, que más que defender la “utilidad” o buscar justificar su presencia en los planes de estudios, acerca la filosofía al lector desde vías necesariamente relacionadas con la biografía de cada uno. Porque, ¿quién puede afirmar que no haya pensado nunca en la muerte, ni en como esta condiciona la apreciación o el aprovechamiento de la vida? O, ¿quien al tomar decisiones cotidianas no ha vivido la escisión instinto/razón al ponderar qué es lo que más le conviene? 
El punto de partida que sirve como pretexto para su disertación es nada más y nada menos que una cena de amigos, un reencuentro entre antiguos compañeros cuyas vidas han evolucionado a lo largo de los años de formas muy dispares, y que en la sobremesa dan inicio al debate coral alrededor de la cuestión de por qué uno puede dedicarse a la filosofía. De ahí surgen los siete tópicos que, lejos de defenderse en tono apologético, servirán como pretexto para ahondar en distintas cuestiones nada alejadas del vivir.
La primera defensa es frente al tópico de que la filosofía sea una paranoia. Resulta curioso que lo que parecería una disertación sobre el uso común del término -cuando coloquialmente se usa la palabra paranoia rara vez es para referirse a lo esquizoide- acabe siendo un capítulo dedicado casi de forma íntegra a Freud. A él se debe la acusación formal a la filosofía como paranoia en su sentido etimológico: para, que significa “al lado”  y nous “mente” o “entendimiento, por lo tanto, el relato mental al margen de la realidad. Para el padre del psicoanálisis, la filosofía adolecía a menudo de un exceso de conciencia y de lógica que se alejaba del rigor del análisis empírico, como si un impulso narcisista de querer controlarlo todo a través de “sistemas” de ideas no dejara lugar para  que emergiera el verdadero sujeto. Y aquí Freud y su acusación le sirven al autor, además de para trazar una brillante y divulgativa explicación de su trayectoria y conceptos básicos, para profundizar en QUÉ se entiende por filosofía, sin pretender tampoco constreñir el término en una definición. La filosofía se acercaría a entender el saber como “una manera de estar en el mundo, una relación con las experiencias que uno va teniendo, construyendo o interpretando, y que tiene que ver con una voluntad de no conformarse con una primera explicación de las cosas si esta no aguanta un pregunta de peso”(p.40). Visto así, más que una paranoia sería justo lo contrario, pues perseguiría una voluntad de introducir cuestionamientos ahí donde reinan certidumbres. Y en este sentido acaba siendo magistral el puente que tiende el autor entre precisamente el psicoanálisis - que, por cierto, también insinuará que puede adolecer de lo mismo que se le atribuía al discurso filosófico- y la filosofía socrática, la que consideraba la pregunta como pieza clave para deconstruir los sistemas de sus interlocutores. 
En cualquier caso, el psicoanálisis puesto en duda sirve de nexo para entrar en el segundo de los tópicos, y es el de que la ciencia pueda acabar explicándolo todo. Después de un breve pero muy bien documentado recorrido de la ciencia como ideal emancipador, Seguró pasa a analizar una de las dificultades más significativas con la que ésta se ha topado: encontrar una explicación al “yo”. En especial la neurociencia, de la que existe la creencia popular que pueda dar respuestas satisfactorias a todo, pero que incluso identificando la conciencia con el cerebro no logra explicar de forma completa aspectos tan complejos como el misterio de la libertad.
Por el camino, va dejando caer perlas, como cuando apunta la diferencia entre sentimiento y emoción y define esta última como el “movimiento hacia fuera de lo vivido”, mientras que el sentimiento sería “la sensación elaborada y rememorada de esa emoción” (p.62) y ,por tanto, relacionado con algo que nos hace específicamente humanos que es la autoconciencia. El problema acaba siendo, resume el autor, que se le atribuya a la ciencia una objetividad absoluta, sin condicionamientos subjetivos (al fin y al cabo, los científicos son hombres sujetos también a sus pasiones y prejuicios), sociales o culturales. Y que se pretenda lo mismo que Freud le achacaba a la filosofía, una reductio ad unum que se convenza de que un único sistema puede dar con todas las respuestas, aunque éste venga de este nuevo dios sin altar que es la ciencia.
El salto a la metafísica se produce de puntillas, con la sutilidad de introducir la muerte y la finitud de la mano del manido carpe diem horaciano. Porque si es cierto que el hecho de tener fecha de caducidad produce un tipo de conciencia determinado, también lo es que mal entendida puede llevar a un “disfrutar” de la vida de un modo desenfrenado. Y es que esta es la lectura banalizada que se ha hecho del epicureísmo, y que el autor rectifica al decir que “tan perjudicial es para la vida feliz la represión de los placeres mundanos como la entrega acrítica a ellos”(p.72). No vale cualquier placer. Pero la visión de Epicúreo de la muerte tiene sus flaquezas, puesto que éste llegaba al punto de no considerar que deba preocuparnos en absoluto, y, en realidad, según el autor, esta familiaridad con la idea de desaparecer no es tan sencilla. Además, temerle a la muerte es algo natura si no se hace patológico y simplemente es el reflejo de querer seguir viviendo. 
No se podría hablar de la conciencia de temporalidad sin mencionar a Heidegger y su Ser y Tiempo. Su “ser ahí” (Dasein, en alemán) produce un recordatorio permanente de finitud que hace que el ser, a pesar de la angustia que esto pueda generarle, se vuelque hacia su propio proyecto de realización. La cuestión de la muerte viene también ligada a la necesidad de otorgarle sentido a la existencia, y aquí resulta muy oportuno enlazar con lo literario, en concreto con La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, porque la ficción logra a veces abarcar lo que se escapa al discurso filosófico: la expresión de las múltiples contradicciones que aparecen en la vivencia de la muerte, la soledad paulatina del moribundo, los procesos internos, el reconocimiento de lo verdaderamente importante en la vida. Que en el caso de Ivan Illich será el reconocimiento del valor de una presencia amorosa y un gesto acogedor, consuelo que sólo le dará finalmente el ayudante del mayordomo. 
Enlaza con otro de los tópicos, el de la primacía del corazón por encima de la razón. Nada mejor que dos trayectorias distintas para hablar del amor, una literaria de nuevo, con Rojo y Negro de Stendhal y otra con Ortega y Gasset y su teoría del amor como cristalización, proceso que pone de relieve como el  hacer de la persona amada alguien único que llene la vida de sentido tiene más que ver con el sujeto amante que con el “objeto” de ese amor. Y parte de este error de percepción se da por la confusión entre enamoramiento y amor: mientras que uno persigue el deseo de calmar una pasión, el otro tiene que ver con la ética y con el bien del otro. Resulta curioso tomar consciencia de que, pese a la menor espectacularidad y mayor discreción del amor, este pueda reaparecer, mientras que la pasión difícilmente es inventable. De ahí que se concluya que “amar apasionadamente y durante mucho tiempo es casi una dádiva de los dioses”(p.113) y que confundir los términos sólo puede generar frustración. 
Del capítulo “Lo importante es llevarse bien con los demás”  surge una de las exposiciones más sustanciosas del libro. A partir de la diferencia etimológica entre ética y moral, se va haciendo evidente que no se va hablar de cuestiones teóricas alejadas de la experiencia humana, sino que “si vivir es decidir, entonces vivir es una constante experiencia ética”(p.119). Pero justo por eso, el dilema se ensancha, si “somos morales porque vivimos en un sistema de creencias” , pero “somos éticos porque nos preguntamos si este sistema es bueno”(p.121), ¿cómo saber que debemos hacer?” Aquí entra Kant. Pero su ética formulada a través de distintas versiones de imperativo categórico no prescribe qué acciones concretas  llevar a cabo sino que promueve el ejercicio de la libertad individual. Lévinas y su reivindicación del concepto del “rostro”, de la presencia  inmediata del “otro”, enfoca la ética desde la interpelación, desde una llamada a la responsabilidad que dispone a transitar por el camino de la bondad. Acaba enfocando lo ideal como una síntesis entre el modelo aristotélico de prudencia audaz y el kantiano, de tratar a la humanidad y -algo muy importante- nosotros incluidos, como fin en sí mismo. Como conclusión, aquí no acaba desmintiendo el título, sino que matiza las dificultades para conseguirlo: “llevarse bien con los demás es un arte, quizás el más exigente, pero no una utopía” (p.146). Se hace evidente que la ética es una de las especialidades de Seguró, y el lector agradecería más páginas en este apartado para profundizar un poco más en un tema que domina tan bien. 
Menos en boga está el tópico de que la religión responda a las preguntas de la filosofía. En una sociedad mayoritariamente secularizada, no suele suceder que se acuda a la revelación como fuente de certidumbres. Pero justamente por eso resulta muy acertado el recorrido por la experiencia religiosa en occidente, bagaje del que no siempre se es consciente a plenitud, y de sus detractores. De nuevo, suscita debate y planteamiento, en especial por el enfoque de sus dos posibilidades etimológicas: la religión como relectura y religión como religación.
El último de los apartados se enfrentará con la cuestión de la utilidad de la filosofía, desde el punto de vista de si puede ofrecer algo llamado “verdad”. “Pedirle a la filosofía recetas de curación para los dilemas existenciales del hombre es presuponer que la filosofía conoce la fórmula de la vida y que esas recetas sirven para todo tiempo y espacio”, dice el autor. Y a la manera de entender la filosofía que ha ido desarrollando a lo largo de la obra se hace evidente que no es ni siquiera lo que pretende. “Otra cosa es pedir que esa reflexión sea trasladable a algunos campos concretos de la vida en busca de soluciones”(p.198), como lo ejemplifican disciplinas “prácticas” como la bioética o la ética de empresa. En cualquier caso, si la filosofía es en realidad “una actitud y una relación crítica con todo lo que nos rodea”(p.199), se podría decir que ni cabida tiene el planteamiento por su utilidad puesto que forma parte intrínseca de nuestro estar en la vida.
No tiene desperdicio el Epílogo de Zizek y su reflexión desde la nueva ágora que puede ser el cine filosófico con su análisis de la las versiones de Matrix. En definitiva, cabe sólo decir que la agrupación por temas no priva del goce de una lectura digresiva, donde van apareciendo etimologías, filósofos, literatura, curiosidades, ilustraciones y referencias a partes iguales. Esto hace de La vida también se piensa un gran libro introductorio para los no avezados a la filosofía, con los mil estímulos iniciáticos que plantea, y, a la vez, una muy buena obra referenciada para lectores con una base filosófica, que sabrán disfrutar de las asociaciones de conocimiento del autor y, seguro, descubrirán enfoques y pensadores nuevos que ampliarán su bagaje y abrirán ventanas para profundizar más en cada una de las cuestiones planteadas. Seguró consigue generar diálogo con el lector, y su obra acaba siendo un arranque más de ese acto antiguo de pensar que, como bien dice el título, tan indisociable es de la experiencia misma de vivir. 

Sílvia Ardévol



                                                     

Palabras sin fondo:
no les claves las uñas
no sea que se vuelvan,
heridas y orgullosas,
en bofetada semántica.

          Sílvia Ardévol


                                               



Safranski, Rüdiger: Un maestro de Alemania. Barcelona, Tusquets, 1997


No puede tomarse una biografía de Heidegger como algo aislado sino más bien situarla en el contexto de obras que la preceden y tener en cuenta los enfoques habituales al aproximarse a su figura. Si bien ha habido biografías cuya razón de ser ha sido llevar a cabo un rastreo de su nazismo, también es cierto que un excesivo intento de objetividad dejaba el texto desprovisto de interpretaciones y por tanto del aderezo del biógrafo y una adecuada profundización en el pensamiento del biografiado. En este caso Safranskiconsigue posicionarse en una distancia/proximidad que permite captar la tensión de las contradicciones del propio personaje, pero sin que éstas deban ser cada vez sopesadas por el autor. Safranski admira el pensamiento de Heidegger, de eso la lectura no deja ninguna duda, pero tampoco se deja arrastrar por esta admiración ni por la fascinación que su lenguaje pueda ejercer. Se podría decir que incluso de algún modo traduce al punto de lo inteligible aspectos especialmente densos del pensar de Heidegger, sobre todo para el lector que no esté avezado en su obra, aunque también es cierto que el libro no pretende ofrecer datos nuevos en cuanto a lo que las investigaciones sobre situaciones polémicas se refiere.
¿Dónde se sitúa Safranski entonces? Una respuesta podría ser en la voluntad de demostrar como la obra de Heidegger no deja de ser una respuesta a la situación histórico-espiritual de su época, llena de similitudes y rechazos respecto la obra de sus coetáneos. Para ello recorre buena parte de las tendencias filosóficas y religiosas del momento, desde el punto de vista del pensamiento más académico, hasta preferencias más populares que fueran reflejo de las tensiones y aspiraciones comunes de entonces. 
Ya en prólogo expone la que fue la obsesión de Heidegger al largo de su vida: la pregunta por el ser para devolverle a la vida su misterio, “que en época moderna, amenaza con desaparecer”. Su filosofía del Dasein, del ser-ahí, el hombre arrojado en el tiempo, bajo un cielo vacío, que preserva la capacidad de proyectar su propia vida. Pero siempre con el horizonte abierto a una experiencia religiosa en época no religiosa, y en este sentido Safranski sabe rescatar muy bien el influjo del catolicismo y posteriormente del protestantismo a lo largo de toda la obra del filósofo, para ir diseccionando como el sentimiento de religiosidad pervive modificado en todo su pensamiento. Ahora bien, esta voluntad de unir el filosofar con la vida, a través de lo que Heidegger llamaba el estado de ánimo, ¿lo consigue en su propio caso? No queda muy claro. A menudo parece como sí presentara a Heidegger como autor de una filosofía que pretendía iluminar al ser, pero que no lo consiguiera del todo en su propio caso.
El título, Un maestro de Alemania, hace referencia al poema de Paul Celan, con quien se encontrará al final de su vida. En éste, es la muerte la que se convierte en el maestro de Alemania, por lo tanto, ¿qué está buscando Safranski aquí? Sitúa al lector en una ambigüedad que le hace acercarse con sospecha a la obra. ¿Equipara a Heidegger con la muerte? ¿Es el tiempo el gran definidor de la finitud y por lo tanto el gran maestro del legado de Heidegger que arroja al ente en el Ser-ahí? No es casual entonces que siga rezando el título, “Martin Heidegger y su tiempo”, porque quizás sea su forma de arrojar al ser en la temporalidad, el maestro de la gran lección que él quería dar, y en este sentido, la muerte, “enseña”, aunque sea en los confines de Alemania, efectivamente, algo grande. 
“Ser arrojado” entonces no se limita al hecho de nacer, sino que en el caso de Heidegger, según Safranski, se produce en el momento en que sale del mundo doméstico de Messkirch, donde nació y se crió. Los primeros capítulos se entretienen en este entorno y resulta relevante una vez más que Safranski subraye la parte de sus hábitos y formación religiosa, pues ésta resultará decisiva en la interpretación de las distintas facetas de su obra y en especial para entender al filósofo en su ocaso, cuando vuelve a muchas de las tendencias que se gestaron en la infancia y primera juventud. 
La contextualización filosófica de lo que estaba sucediendo cuando Heidegger arranca a escribir está llevada a cabo de forma muy divulgativa: el conflicto materialismo/ idealismo, la época guillermina impregnada por el afán de lo inauténtico y la posición de la verdad ante este panorama, y cómo Heidegger intenta situarse en esta primera época en un “realismo crítico”, haciéndose evidente que la Iglesia no le es ya, en cierto modo, suficiente. Pero también su relación con el vitalismo y la fenomenología se ven aquí problematizadas. Porque Husserl es leído con la ambigüedad que genera el querer encontrar certidumbre en el descubrimiento del torrente de consciencia, y de querer convertir algo tan vivo y movido en fundamento de todo lo demás. Desde aquí resulta obvio el distanciamiento respecto a Husserl, pero lo realiza a través de Kierkegaard, que considera la filosofía de la conciencia como una constante huida ante los riesgos de la vida vivida.
Todo su mundo de ayer se verá astillado con la guerra, pero será de nuevo estedesamparo metafísico el que le haga descubrir la “vida” que llamará “facticidad” y “existencia”. De nuevo no deja de ser relevante la forma en que destaca Safranski la importancia que tiene el matrimonio mixto que contrae con la protestante Elfride. El legado religioso y su evolución va teniendo una influencia decisiva en su pensamiento, por mucho que el propio Heidegger pretenda distanciarse en su discurso del formato religioso tradicional.
Es entonces que tienen lugar todas conferencias de posguerra, distanciándose de los “salvadores” que florecían en todas las grandes ciudades, con sus discursos milenaristas de renovación del mundo, que Safranski llama “metafísicos enfurecidos y negociantes en la feria de las ideologías y las religiones sustitutivas”. Es aquí dondearranca la creación de palabras por parte de Heidegger, por ejemplo, con su “mundear”para designar lo que no conocemos por estar demasiado cerca de nosotros. Y es un “mundear” en el que, a su modo de ver, la filosofía no se ha ocupado suficientemente. Así lo manifiesta en sus clases de los años veinte, queriendo llevar más allá del descubrimiento de la “realidad real” en que se había ocupado el siglo XIX: “Allí se descubrió la economía por debajo del espíritu (Marx), la existencia mortal por debajo de la especulación (Kierkegaard), la voluntad en el fondo de la razón (Shopenhauer), el instinto bajo la cultura (Nietzsche, Freud) y la biología en el subsuelo de la historia (Darwin)”. En este tipo de compendios que ofrecen perspectiva inmediata Safraski se muestra especialmente abarcador y brillante. Éste querer llevar más allá estos “descubrimientos” Heidegger lo llamará “la vida fáctica”. Y es precisamente en esta época cuando se empezará a distanciar del catolicismo y según algunos indicios que presenta el biógrafo comenzará también a acercarse al protestantismo. Resulta relevante una vez más que Safranski subraye esta parte religiosa pues en realidad acaba siendo decisivo para comprender la evolución del pensamiento de Heidegger, aunque el autor tampoco se entretiene en diseccionar influencias concretas de los giros que anuncia.
Durante estos años van surgiendo más “palabras mágicas”, como “cuidado”, “ruinancia”, y quizás lo que resulta realmente novedoso en esta biografía sea la relación intelectual con Karl Jaspers después de la publicación de su correspondencia, y las distintas facetas por las que pasará su interactuar, ejerciendo influencia en ambosfilósofos. En sus inicios está la idea de crear una “comunidad de lucha” que batallara sin “contemplaciones” contra el espíritu filosófico de la época. Aunque su vehiculación a través de una revista filosófica llevada por ambos nunca se llegó a producir. Esto fue 1922, con la intención de llevar a la filosofía la intensidad vital que revolucionara por completo el frío objetivismo académico. En este sentido también toda su relación con Hanna Arendt parece elaborada a la luz detalles recién publicados que tal vez clarifiquen, si más no, su influencia recíproca. Hay algo de magnificador quizás en las descripciones más bien poéticas que hace de ella y de su presencia hechizante de la universidad. Pero hay cierta magnificación por parte del autor que se deja ver enafirmaciones del tipo “[Hanna Arendt] lo entenderá mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo.” 
¿Hasta qué punto no desvelan también algo las admirativas páginas que Safranski dedica a De vita activa, la gran obra de Hanna Arendt, como testimonio del papel del otro que ella juega en la vida de Heidegger? Y es que, en el fondo, una posible interpretación de la obra podría ser que la actitud de Safranski hacia Heidegger es muy parecida a la que  Hanna Arendt hacia el filósofo: una mezcla de admiración ante la fuerza de su pensamiento y de impaciencia ante su vaciedad esencializante, de fascinación ante la pasión con que vive el acontecimiento del pensar, y a la vez de repulsa por la mezquindad y la falta de grandeza de su conducta.
Lo que sí es documentado es que Heidegger confesará a Arendt que sin ella no habría podido escribir su obra Ser y Tiempo. Y es tras su publicación en 1927 que Safranski cree percibir un tono nuevo en lo que había sido hasta entonces su ontología fundamental. Aquí Heidegger desarrolla la relación que el hombre tiene, a diferencia de otros entes, con su propio ser. Así, el Dasein, el ser-ahí, viene a ser un no sólo ser sino un darse cuenta de que se es, y que se percibe como cosa abierta, como tarea para sí mismo. El tiempo entra en juego, y con el tiempo, la finitud. Estos generan angustia, porque ante la finitud se percibe “lo inquietante” del mundo y de la propia libertad, y resulta relevante que Safranski sitúe esta cuestión en el contexto de su época, en el sentimiento general de crisis en los años veinte. En 1929 Freud escribía su Malestar en la cultura, Hitler escribía Mi Lucha en Landsberg, y millones buscaban ya entonces pseudosalvaciones en religiones sustitutivas como distintas variantes de ocultismo, vegetarianismo, y hasta nudismo o teosofías varias. Y lo interesante es que, como explica Safranski, Ser y tiempo no se presente como una terapia más en tiempo de crisis, pues no hay consuelo aquí, su mensaje es claro: detrás no hay nada. Si el sentido del ser es el tiempo, éste no ofrece en sí mismo ningún sentido ni ninguna orientación. Y aparece entonces el instante en el que se rompen las “desfiguraciones” y se abre el “ser propio”, el instante de la angustia, en el que se experimenta de lleno este “detrás no hay nada” y el mundo pierde su significatividad. De ahí parte o debe partir la filosofía, según Heidegger, de este propiciar que “nos salga al encuentro la nada”. Sin que ésta deba conducir a ningún punto de cambio sino sólo confrontarnos al “ser posible” que somos nosotros mismos. Y es algo que acaba siendo juego abierto por la experiencia de la nada. El recorrido que hace sobre la concepción del instante de sus contemporáneosno tiene desperdicio, desde Bloch, Schmitt, Jünger, Tillich y Rudeolf Otto. Pero la parte más representativa es el contraste que ofrece de la concepción del instante en Nietzsche y en Kierkegaard y como los confronta finalmente con el propio Heidegger. 
Por la extensión que le dedica, se hace evidente en Safranski su admiración por el “aburrimiento” como evento de iniciación en la metafísica que desarrolla Heidegger en sus años de ocupar la cátedra de Husserl. Porque es la dimensión real del tiempo la que logra percibirse en estos estados, y desde ese horror al vacío se produce según Heidegger la vivencia que abre la comprensión, y desde donde puede arrancar la filosofía. “Uno no sabe que emprender consigo mismo, y a consecuencia de ello es la nada la que emprende algo con uno.” Mejor no lo podría haber resumido el autor. 
           Y es a partir de aquí que Safranksi debe abordar lo que ha sido tema predilecto de los biógrafos, que es la relación de Heidegger con el nacional-socialismo. A pesar de que en Ser y tiempo se habla ya de pueblo e historia, todo es tratado con ambigüedad y con lo que el autor llama “barricadas terminológicas”. Resulta reveladora la contextualización con todas las lecciones que impartió Heidegger sobre el mito de la caverna desde el 27.  En ellas reflejaba como Platón la llamada a la realización histórica de la filosofía, pero como buen universitario alemán mantiene frente a la política real una distancia remarcable. Aunque no deja de llevar la parábola más allá con laexperiencia de la liberación: es deber del filósofo volver a la caverna y “liberar” a los prisioneros que probablemente no quieran serlo, pues se hallan tan acomodados en su mundo de prisioneros y no lo sabe. No conocen otra cosa. El filósofo entonces puede incluso convertirse en mártir, hasta en mártir “violento” en el intento de liberar a los encadenados. ¿Resonancias católicas?  En pocos años, ya no haría falta sacrificarse personalmente. En palabras de Safranski, los moradores de la caverna se ponen todos en marcha, y Heidegger ya sólo necesita ponerse a su cabeza. 
¿Qué postura toma Un maestro de Alemania? La única que parecería posible, sin ocultar ni justificar los aspectos más siniestros de esta época. Incluso en un momento plantea la pregunta sin tapujos, “¿fue Heidegger antisemita?” Pero no se tiene tampoco la sensación en la lectura que el objetivo de la obra entera sea desvelar los entresijos de esta faceta oscura, a la que además no añade datos significativos que presenten novedad. Más bien se centra en todo momento en el pensamiento de Heidegger y en su evolución y repercusión, que es lo que lo convierte en uno de los filósofos si no el filósofo más importante del siglo XX. 
Más profundo resulta quizás su abordar otro de los grandes temas polémicos, que es el silencio posterior de Heidegger. Aquí Safranski establece un vínculo con su postura filosófica de incluso no enunciar prácticamente nunca sus reflexiones en primera persona: no soy yo, sino el pensar quien piensa. Este formato no deja espacio para que la subjetividad escoja entre opciones propias, ¿hasta qué punto entonces sienteresponsabilidad? En este sentido, el planteamiento sobre su silencio tiene repercusiones más hondas, pues parte de un posicionamiento moral que excluye el yo, o lo diluye en un torrente de pensar que quizás, entonces sí, pueda sentir que el destino trágico de seres queridos no vaya del todo con él. Aunque todo esto es algo que Safranski presenta sin desarrollarlo a fondo, para lo que sería necesaria una mayor exploración sobre el lugar del sujeto en la obra de Heidegger. Expresiones como “quien piensa las grandes cosas, fácilmente puede caer en la tentación de tenerse a sí mismo por un gran evento” o “la mirada ontológica a la lejanía despoja de claridad lo ónticamente más cercano” dejan claro cuál es el posicionamiento de Safranski ante ese silencio, aunque le busque encontrar una explicación filosófica, pero sin justificarlo.
Resulta revelador como Safranski desarrolla el proceso de suavización de la relación de Heidegger con la política. En paralelo a su voluntad de comprender sus propios procesos religiosos y de hallar una “política” que se halle por encima de lo cotidiano, busca a su nuevo héroe en un poeta: Hölderlin. Ahora bien, Hölderlin es “el poeta de lo alemán” y por ello no resulta casual que en sus lecciones comente los dos himnos tardíos de Hölderlin: “Germania” y “El Rin”. El poder de la palabra poética se convierte en fuerza creadora de identidad, y desde esta perspectiva los poetas se convierten en los auténticos inventores de la cultura de un pueblo. El patriotismo del Heidegger distanciado de la política lo canaliza en admiración y comentarios a este poeta que le hace regresar además, de nuevo, al filosofar solitario.
Bastante por encima pasa el autor por la obra final de Heidegger. De Aportaciones destaca la especie de mística que inventa para poder hablar sobre Dios. Safranski lo llama “su rezo de rosario”, lo que no deja de ser una insinuación del retorno a sus raíces católicas en esta etapa. Pero si un Heidegger temprano había desarrollado metáforas relacionadas con el “fluidificar”los edificios del pensamiento previo, ahora usa imágenes de petrificación y de montañas sólidas, como si quisiera inscribirse con su filosofía en un mundo duradero. Más extensa y substanciosa parece el desarrollo de la relación de Heidegger con el existencialismo francés y el papel de Kojève como de alguna manera transitor entre Ser y tiempo y El ser y la nada de Sartre.
Es destacable como Safranski va haciendo asociaciones literarias a lo largo de toda la obra. Aquí lo hace con La náusea, de la que cita varios fragmentos que resultan representativos, pero antes había hablado ya de Proust y de su posible “añoranza secreta de la filosofía fenomenológica”, con el descubrimiento en su Recherche de toda una variadísima ontología interna. O cuando describía la atmósfera espiritual de los años veinte la manera de la descrita por Thomas Mann en su Doktor Faustus
También da al tono típico utilizado por Heidegger en sus discursos la relevancia debida. Dada la importancia que tenía la oralidad en Heidegger y su voluntad de que fueran sus conferencias más que sus escritos los que propiciaran a los oyentes el estado de consciencia propio de su modo de entender la filosofía, resulta útil la descripción de Safranski que ayuda a imaginarlo a la perfección: “la tensión peculiar entre calor existencial y neutralidad distanciada, entre conceptos abstractos y concreción emocional, entre impertinencia apelativa y distancia descriptiva.” Quería activar una existencia despierta, y se ve claro de la mano de alguno de los asistentes a sus seminarios, que lo describió como “un capitán-comodoro en el puente de mando durante una travesía oceánica, en una época en la que los movimientos de los icebergs podían acarrear todavía el peligro de hundimiento incluso de naves titánicas.”
De este Heidegger queda después el anciano respetable que recibe visitas en su casa de Rötebuckweg. ¿Qué quedaba de su filosofía? Dice Safranski que no había creado ninguna filosofía constructiva en el sentido de una imagen del mundo o de una doctrina moral. Él quería ayudar a mirar a la vida como si se tratara de la primera vez, y para ello quiso destruir lo encubridor, lo acostumbrado, para devolverle al hombre el prodigio de su “ahí”, donde el hombre se experimenta como “el lugar en que se entreabre algo.” Con su pregunta sobre el ser pretendía iluminar las cosas “a la manera como se iluminan las anclas para salir con libertad al mar abierto.” ¿Lo consiguió? Para Safranski resulta irónico que en su recepción la pregunta por el ser que formuló Heidegger haya perdido ese rasgo de apertura y de iluminación para en ocasiones anudar e intimidar el pensamiento. Concluye con esta imagen de este Heidegger sosegado y sereno que se prepara para la muerte, y que sabe que ha llegado el momento de que Minerva emprenda su vuelo.


                                                                                               Sílvia Ardèvol Sala


                                                       



Jonas, Hans: El principio de responsabilidad. Barcelona, Herder, 1995.



Hans Jonas, de familia y confesión judías, se yergue en esta obra como una de las voces más críticas del enaltecimiento de la técnica partiendo de la idea de la vulnerabilidad de la naturaleza. La publicación de El principio de responsabilidad
coinciden en tiempo y en espacio con el desarrollo de la preocupación bioética. Discípulo de Heidegger en sus años de juventud en Freiburg, es en la etapa final de su vida que se dedica a extraer las consecuencias morales de su obra anterior y para ello considera imprescindible llevar a cabo una revisión de la idea de naturaleza. 
Por eso arranca ya el primer capítulo exponiendo qué hace inadecuadas las éticas formuladas precedentes. El haber tomado la condición humana como algo fijo, estático, no modificable, ha hecho que se haya creído poder determinar el concepto del Bien, y que la acción, y, por tanto, la responsabilidad, se hayan visto limitadas. Su tesis parte de la idea de que la modificación de la naturaleza de las acciones humanas exige un cambio de planteamiento ético, sobre todo desde que la magnitud de estas acciones y su efecto sobre la naturaleza han puesto de manifiesto su vulnerabilidad. Hasta ahora, el trato del hombre con lo que le rodeaba no tenía relevancia ética, entre otras cosas porque las intervenciones del hombre en su entorno eran más bien superficiales, incapaces de causar daño permanente. Además, estas éticas precedentes tenían que ver con el AQUí y el AHORA, sin que incluyeran en su planteamiento ningún cuestionamiento respecto al futuro. El avance tecnológico, dice Jonas, ha creado una supremacía tal del homo faber respecto lo que vendría a ser la constitución íntima del homo sapiens, que se hace necesario reformular el imperativo categórico kantiano sabiéndole añadir la dimensión temporal: “obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana en la tierra.” Con el añadido que el objeto de esta técnica no sólo tiene como objeto la naturaleza, sino al hombre mismo, como se ve en los ejemplos que da sobre los avances científicos que pueden o podrían permitir modificaciones en la conducta, el control sobre la mortalidad, o la manipulación genética
El planteamiento inicial es por tanto que debe haber una nueva ética que sea capaz de recuperar la idea de lo sagrado sin necesidad de religión, y que sea capaz de desprenderse del antropocentrismo habitual en las éticas occidentales helénico-judeo-cristianas. A mayor poder de acción del hombre, mayor necesidad de una ética renovada que lo regule. Pero ¿hasta qué punto consigue una formulación completa de las implicaciones específicas de esta ética? Para el lector que busque una praxis más desarrollada de los planteamientos teóricos, El principio de responsabilidad tendrá un componente más analítico y sobre todo más centrado en desmontar los grandes enemigos de la responsabilidad, como puedan ser las utopías, que en construir un corpusde responsabilidades específicas que esta nueva ética parece exigir.
Eso no significa que deje de entrar en cuestiones más metodológicas, y así lo hace en el segundo capítulo, dando pie a una de los temas más polémicos de su obra. Porque para abordar una nueva ética se hace necesario plantear sus fundamentos – los principios de la moral- y las perspectivas, lo que se vendría a llamar ética aplicada, de la que es uno de sus mayores representantes. En cuanto al primer aspecto, parte de la idea de que sea más fácil el conocimiento del mal que del bien. Y eso le lleva a justificar el miedo como punto de partida posible para el sentido de responsabilidad. Lo llama heurística del miedo”, y tiene que ver con el hecho de que tenga mucho más sentido dar crédito a las profecías catastrofistas que a las optimistas, si se tiene en cuenta los resultados imparables que genera la aceleración de la evolución tecnológicaEl hecho de que “solamente sabemos qué está en juego cuandosabemos que está en juego” implica que puede ser demasiado tarde y que por lo tanto sacar partido del miedo como motivación quizás no sea tan mala idea, al fin y al cabo, si sirve para contrarrestar de algún modo los efectos del ataque a esta naturaleza que ahora se sabe vulnerable a la acción humana. Él mismo admite, no obstante, que el temor goce de un cierto descrédito a nivel psicológico y moral, pero que ésa no debería ser razón para no hacer uso de esta emoción para revertir lo que pude llegar a ser irrevertible. Ahora bien, ¿es necesario llevarlo al extremo de considerar este temor como parte de la responsabilidad? ¿Hasta qué punto el ser humano precisa inevitablemente de esta motivación para pasar a la acción? Dependiendo de la posición que uno adopte respecto a lo que considere la inclinación natural del hombre se sentirá más o menos cómodo con esta aproximación al uso del miedo. Y no hay que olvidar que el mismo autor la llama heurística del miedo, con lo que puede estar dando a entender que tampoco considera que sea un método que garantice una solución óptima o perfecta, pero sí suficiente para los objetivos inmediatos. Al final, sin embargo, de una ética que recupera el miedo como su centro puede resonar el argumento cínico de Napoleón cuando decía: “un cura me ahorra diez policías.”
Otro aspecto que puede generar controversia es su rechazo a la idea de reciprocidad, a la dialéctica de derechos/deberes. Como su ética tiene que ver con lo que no-es-todavía, ¿hasta qué punto puede exigírsele reciprocidad al futuro? Sería absurdo, y hasta jocoso, dice Jonas, plantearlo en términos de “¿ha hecho el futuro alguna vez algo por mí? ¿Acaso respeta él mis derechos?”. Como no hay reciprocidad, el planteamiento no parte de que se sea responsable de los hombres futuros, si no de la IDEA de hombre. La gran cuestión ontológica pasa a ser ¿debe ser, el hombre? Es decir, ¿tiene que haber humanidad? Y a esta pregunta se la debe responder sin necesidad de recurrir a la religión, si no preguntándose por el estatus del “valor”. Resulta loable la voluntad de alejamiento del discurso teológico para conseguir que el lector laico no sienta que no se le interpela con la idea de responsabilidad. En una sociedad, la occidental, donde lo sagrado parece tener poca o ninguna vigencia, se hace urgente que se pueda mantener la categoría de lo “muy importante” para que mueva a la acción. Ahora bien, ¿hasta qué punto está el autor totalmente desprendido del discurso religioso? Su concepto del miedo expuesto anteriormente y el tono catastrofista que acompaña el desarrollo de su ética no deja de recordar en parte el arrebatamiento de los profetas de Israel. Aunque es cierto que su insistencia en el distanciamiento respecto lo teológico se hace patente una y otra vez al buscar la justificación a la responsabilidad en lo teleológico de la naturaleza misma.
Éste será el tema del tercer capítulo, donde Jonas parte de la idea de que para esta otorgación de valor hace falta conocer la finalidad del objeto del que se habla. Cuando se conoce su finalidad, podrá formularse un juicio de su adecuación al mismo, y éste sería precisamente su valor, muy relacionado por tanto con el Bien, la idoneidad a la finalidad. Jonas quiere demostrar que existe un fin inmanente en la naturaleza, porque lo que tiene fin, puede tener valor. Y para ello se vale de los símiles del Martillo, del Tribunal, del Caminar y del Órgano digestivo para ilustrar, desde diferentes ángulos, como finalmente puede existir una finalidad no intencionada que pueda conceder un valor intrínseco a la naturaleza que no necesite de legitimación religiosa. 
Y entonces ya es momento de entrar de lleno en el desarrollo del corpus teórico de su ética de la responsabilidad. No se puede abordar el tema de la responsabilidad sin tener en cuenta la libertad. ¿Y qué es la libertad si no el paso del deber al querer? Que, al margen de las propias inclinaciones, uno pueda atribuirle al objeto del que puede decir ·vale la pena” un valor en sí mismo que logre moldearle los afectos. Y es que, al modo de ver de Jonas, el lado emocional ha de entrar en juego porque la responsabilidad es también un SENTIMIENTO. La ética tendría por tanto una parte objetiva y otra subjetiva, la primera con su fundamento racional de la obligación, la segunda con su fundamento psicológico de capacidad para mover la voluntad. Kant, dice, ya intuyó este papel de las emociones en su ética, pero, para él, el sentimiento no era provocado por el objeto sino por la idea del deber. ¿Puede ser la razón fuente de afectos? Jonas lo cuestiona, pues, para él, el objeto es lo que genera el sentimiento, aunque ese sentimiento parta o se fundamente en el miedo. En el pasado la parte afectiva de la ética se había inspirado, sobre todo religiosamente, por un objeto de valor más alto, el “Bien Supremo”. Pero ahora Jonas pretende volver a contemplar las cosas, no SUB SPECIE AETERNITATIS, desde la perspectiva de la eternidad, sino SUB SPECIE TEMPORIS, desde la finitud que hace nacer una idea, un sentimiento de responsabilidad que confía en que el poder sea el mediador del paso del deber al querer, o viceversa. 
En este punto parece necesario aventurarse hacia cierto análisis sobre qué sistema político encara mejor la amenaza tecnológica, si el marxismo o el capitalismo. El punto de partida es el programa baconiano – poner el saber al servicio del dominio de la naturaleza y hacer del dominio de la naturaleza algo útil para el mejoramiento de la suerte del hombre- y Jonas sitúa al marxismo como a su supuesto ejecutor ideal, por lo que parece que a priori lo favorezca.De hecho, llega incluso a exponer abiertamente algunas de las ventajas de los totalitarismos respecto a lo que a la responsabilidad hacia el entorno se refiere. Plantea la posibilidad de existencia de una tiranía en que la cúpula dirigente fuera benevolente, conocedora de la realidad y animada por una correcta inteligencia. Pero estas son suposiciones muy elevadas. ¿No es este un flirteo con la utopía que más adelante se encargará de desmontar? Lo que parece querer decir el autor es que una tiranía de izquierdas que se preocupara por su entorno de verdad le parece más probable que llegara a conseguir los fines de preservación de la raza humana y de la naturaleza que lo que puede conseguir el sistema democrático-liberal-capitalista. Pero en seguida se empieza a ver su crítica a lo que considera uno de los componentes esenciales de esta aproximación, que es la presencia de la utopía. La utopía, dice, no deja de ser un mito. Y aunque tenga un valor psicológico indiscutible, el planteamiento es, ¿hace falta, el engaño de la utopía para que haya compromiso? ¿son necesarias las ficciones para que nazca en el ser humano el sentido de responsabilidad? Jonas dice que eso implicaría subestimar al hombre, pues cabe la posibilidad de que la cruda verdad también pueda “enardecer no solo a unos pocos, si no también a la mayoría.” Esperanzadora idea en tiempos oscuros, dice también. Y aquí, aunque esté siendo crítico con la ficción de la utopía, al decir que pueda no ser necesaria, ¿no estará también partiendo de una idea utópica del hombre, capaz de actuar sin necesidad de mitos?
No es este el único inconveniente que le encuentra a la utopía. Un factor más peligroso es la justificación de la violencia que la meta ideal puede llegar a permitir, como el marxismo y su aplicación en regímenes comunistas bien ha ejemplificado.
Por otro lado, si la utopía pretende ser una sociedad mejorada, una vez se han saboreado las delicias del estilo de vida consumista del capitalismo, ¿puede la utopía de la igualdad social tener el mismo poder de atracción? Difícilmente, arguye. Y está claro que el incremento de la prosperidad en el mundo para poder hablar de verdadera igualdad implicaría una serie de renuncias para los países desarrollados que pocos estarían dispuestos a llevar a cabo. Y aquí Jonas entra a debatir una cuestión que parece no estar muy a menudo planteada por la obviedad de la respuesta: el incuestionable progreso técnico y científico, ¿ha ido a la par con el progreso moral? Jonas considera la dedicación al saber como un bien moral en sí, por lo tanto, deduce que la ciencia debería afectar de forma moralmente positiva a quienes la practican y se extraña entonces que no siempre suceda así. Por otro lado, sobre los complejos resultados de la técnica del homo faber dice que algunos promueven la moralización de las gentes y que otros producen el efecto contrario, con lo que deja sin precisar cómo queda el balance. Puede ser muy cuestionable considerar la dedicación al saber como un bien moral en sí, de aquí que para el lector lo que al autor le pueda parecer sorprendente puede no serlo en absoluto. Parece evidente que ni la ciencia ni la técnica tengan que tener un efecto en la moral de los individuos, aunque su ejercicio comporte el desvelamiento de cuestiones que tendrán que ver con la moral. Pero la pregunta sobre si el progreso técnico y científico ha ido a la par con el progreso moral no necesariamente se responde planteando el papel que la ciencia o la técnica han tenido en el desarrollo de la misma, si no más bien analizando sin más si son avances que hayan sucedido en paralelo o a ritmos parecidos.
Lo que para el autor está claro es que el Estado como “institución moral” ha perdido vigencia. Desde Maquiavelo en la concepción moderna liberal ha ido siendo cada vez más dominante la tendencia a que el Estado se inmiscuya lo menos posible en la vida privada de los individuos y que por tanto no deba intervenir en lo moral. Pero el autor constata este hecho sin acabar de posicionarse en el grado que el Estado debería promover e incluso exigir el sentido de responsabilidad en sus ciudadanos.
Y desde aquí Jonas entra en la parte final de su discurso, que es desmontar pieza a pieza la utopía marxista, en especial de la versión del mismo que trazó Ernst Bloch en su obra El principio de esperanza, a la cual parece aludir de forma bastante clara el título de la obra que nos ocupa, El principio de responsabilidad. No sorprende que su crítica a la utopía marxista parta de su desacuerdo hacia el tono casi religioso que adopta desde sus inicios. Porque a pesar de sus antecedentes judíos, en toda su obra pretende demostrar que su ética de la responsabilidad no precisa de lo teológico para justificarse. De entrada, hay una creencia de base en el marxismo con la que está esencialmente en desacuerdo. Y es pensar que son las malas circunstancias las que han hecho del hombre lo que es, y que, una vez estas mejorenhabrá un nuevo hombre libre de los condicionantes que no le dejan ser lo bueno que en realidad es. Lo que en términos religiosos sería el paraíso sin pecado, pasa a ser para el marxismo la Revolución que dará paso al Reino de la Libertad y que dará comienzo a la verdadera historia humana con una sociedad sin clases. Esta creencia exige una “nueva fe” en la que una vez más se pone de manifiesto el carácter inmodesto de la utopía. 
Obsoleto resulta el análisis de las condiciones reales que imposibilitan además la realización de la utopía. Para el lector del siglo XXI, las condiciones de deterioro a las que alude el autor (el problema del hambre, de las materias primas, de la energía y del “efecto invernadero”) son muy inferiores a las cotas que han alcanzado en nuestros días, con lo que no se puede dejar de pensar que el enfoque catastrofista no era fruto de ningún delirio apocalíptico. Más substanciosa pasa a ser crítica final al paraíso del ocio presentado por Bloch. La aparentemente atractiva cotidianidad festiva de su sociedad sin clases se ve desmontada con un ataque a su superficialidad. Si, como pretendía Bloch , la afición favorita de cada individuo se convirtiera en su profesión, en lo que le ocupara buena parte de las horas del día, ¿sería realmente feliz una sociedad donde el esfuerzo no primara, y una especie de ligereza ociosa lo impregnara todo? Además, dice, sería el Estado quien tendría que financiar todo esto, y el interés vital que tendría en que la sociedad se mantuviera ocupada con sus hobbies acabaría legitimando un intervencionismo que llegaría a ser en detrimento de la libertad individual. Esto sin tener en cuenta lo que Jonas llama “pérdida de realidad” y de dignidad humanas que conllevaría el no trabajar. Y que una sociedad sin clases tampoco daría por solucionados tantos problemas que implican desde siempre las relaciones interhumanas. 
Para Jonas, no hay un hombre auténtico que esté por venir. El hombre auténtico ha estado ahí desde siempre, con sus ambigüedades, con su apertura al Bien y al Mal, el problematismo inherente a su ser. No hay que esperarlo en un futuro. Y concluye con la bella y esperanzadora creencia de que quizás si pueda ser que este hombre aprenda a respetar y a estremecerse, curiosamente haciendo del estremecimiento la fuente de recobro del respeto. Sólo de este respeto puede nacer la responsabilidad hacia la idea de hombre que haga de cada instante un empeño para evitar su degradación. Con este tono finaliza Jonas y de alguna forma acaba fusionado así su principio de responsabilidad con algún principio de esperanza. 




                   Sílvia Ardévol 






                                             





LO CÓMICO Y LO TRÁGICO DEL SACRIFICIO DE ISAAC EN KAFKA Y EN KIERKEGAARD




Son muchas las versiones e interpretaciones que se han llevado a cabo a lo largo de la historia de la literatura y del pensamiento de este momento polémico del relato bíblico en el que Yahvé encomienda a Abraham que le ofrezca a su propio hijo como sacrificio.
En su versión del Génesis 22 leemos:

22  Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí.
2 Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré.
3 Y Abraham se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno, y tomó consigo dos siervos suyos, y a Isaac su hijo; y cortó leña para el holocausto, y se levantó, y fue al lugar que Dios le dijo.
4 Al tercer día alzó Abraham sus ojos, y vio el lugar de lejos.
5 Entonces dijo Abraham a sus siervos: Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros.
6 Y tomó Abraham la leña del holocausto, y la puso sobre Isaac su hijo, y él tomó en su mano el fuego y el cuchillo; y fueron ambos juntos.
7 Entonces habló Isaac a Abraham su padre, y dijo: Padre mío. Y él respondió: Heme aquí, mi hijo. Y él dijo: He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?
8 Y respondió Abraham: Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío. E iban juntos.
9 Y cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, edificó allí Abraham un altar, y compuso la leña, y ató a Isaac su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña.
10 Y extendió Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo.
11 Entonces el ángel de Jehová le dio voces desde el cielo, y dijo: Abraham, Abraham. Y él respondió: Heme aquí.
12 Y dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único.

En una primera lectura y desde el punto de vista del creyente, se trata de un relato ejemplificador de lo que significa poseer una fe consistente y resulta además curioso que la figura de Abrahám se haya convertido en la de un patriarca referencial en las tres grandes religiones monoteístas. Pero era de prever que la narración suscitara a lo largo de los siglos ciertas problematizaciones. En primer lugar, en seguida se hace evidente un conflicto: ¿qué debe tener más peso, el mandato divino o la ética general? De ahí que el interés que el relato ha despertado entre filósofos de distintas épocas, especialmente también por los espacios vacíos que deja el relato. ¿Qué sucede durante esos tres días en que padre e hijo ascienden al monte Moriah? El silencio de Abrahám, su mirada hacia el suelo todo el trayecto, ¿responde a absoluta sumisión al precepto divino, o hay contradicción en él?
 Kierkegaard será uno de los pensadores sacudidos por la figura de Abrahám  y resulta revelador que dedique un libro entero, Temor y Temblor,  a diseccionar el sacrificio de Isaac (el Akedah) desde distintos ángulos. La parte que analizaré aquí será en concreto la del “Proemio”, dónde plantea cuatro versiones distintas del personaje, que en el resto del libro servirán de punto de partida para su consideración. Y lo compararé con las versiones de Abraham que hace Kafka en una de sus Parábolas, intentando establecer puntos de contacto y otorgar significación a las diferencias, teniendo en cuenta además de sus contextos biográficos y epocales,  sus distintos antecedentes religiosos, Kierkegaard como protestante y Kafka como judío.
¿Qué se puede decir que una principalmente los dos textos? Los dos tienen en común el énfasis en la subjetividad y la importancia de lo individual. En ambos casos, la parte que importa es el hombre, Abrahám, y las complejidades y contradicciones que pudo experimentar al recibir una comisión del Creador que atentara contra la ética con la que Él mismo lo había creado. Los dos autores subrayan la parte del absurdo, pero en el caso de Kierkegaard lo utiliza para destacar la parte irracional que existe en lo religioso, y en especial como se ilustra en el caso de Abrahám donde se necesita una suspensión de la razón para dar paso libre a la fe.
No hay que olvidar que en el relato original, la muerte de Isaac implicaría además el futuro de las generaciones por venir, pues Yahvé había prometido a Abraham que a través de su descendencia se beneficiarían todas las naciones de la tierra. La paradoja de la promesa y de la orden de interrumpirla hace más evidente el grado de sinsentido que Kierkegaard quiere destacar. Pero en los relatos de Kierkegaard se respira una especie de admiración última hacia esa fe, aunque se presente problematizada. No hay que olvidar que escribió esta obra después de cortar su relación con  Regina Olsen, su prometida,  bajo la premisa de que estar con ella no le permitiría moverse de lo que él llamaba el “Estado Estético”, esa faceta inicial del hombre donde prima la sensualidad y lo particular, y que no no permite elevarse hacia estados más elevados, al “Estado Ético”y finalmente al “Estado Religioso”. Placer físico y reflexión para él no podían coexistir. De alguna manera, toda su aproximación a la figura de Abraham y al sacrificio de su hijo, el “único”, a quien amaba, puede tener que ver con el planteamiento de que interpretara el “sacrificio” particular de dejar a Regina como un mandato divino, algo doloroso en extremo pero que DEBÍA hacer. Se añadía tragedia al tema por el hecho de no estar seguro, de poner en duda, de no tener la certeza de lo que Dios espera de uno al alejarse de las religiones cristianas institucionalizadas, como fue su caso al romper con la Iglesia danesa. En relación a esto, más adelante profundizará en como lo teleológico puede producir una suspensión de lo ético que yerga al protagonista de la acción de una especie de heroísmo que lo saque de lo particular y le  colme de sentido la existencia. Pero una vez más esta suspensión ética se verá problematizada por el hecho de no tener la certidumbre de cuál es el mandato divino en cada caso. Como dice en una de sus versiones de Abrahám, “y si era un pecado, si no había amado a Isaac lo suficiente, tampoco podía comprender entonces cómo le podía ser aquello perdonado, pues ¿qué pecado podía haber más tremendo?”  De ahí lo trágico de su visión del personaje, y el temor, y el temblor, de la duda de si se está haciendo lo correcto.
Kafka empezó a leer a Kierkegaard en 1913, y su primera referencia escrita al autor se produce en sus Diarios ese mismo año: “Tal y como sospechaba, su caso, a pesar de diferencias esenciales, es muy similar al mío. Al menos está en el mismo lado del mundo. Se me confirma amigo.” Quizás Kafka tuviera presentes sus propias dificultades en su relación con Felice Bauer, o el efecto negativo de la presencia de un padre dominante, como también era el caso de Kierkegaard. Pero no es hasta 1918 que hace referencia explícita a Temor y temblor en una carta a Brod en la que llega a decir: “Kierkegaard no ve al hombre ordinario y pinta este Abraham monstruoso.”
Relevante resulta que le desagrade precisamente su incapacidad para ver en Abrahám su cualidad de ordinario, porque esto será justo lo que él buscará destacar en sus versiones del personaje, tanto en el Abrahám rico, el “naïve”, el demasiado ocupado y el anti-héroe. Todos dramatizan el contraste entre la fe inamovible pero nunca conseguida del todo de Kierkegaard y la duda, también de algún modo inamovible, de Kafka. Porque el retrato de este último es siempre el de un personaje demasiado consciente de su insignificancia, al grado de llevarla al extremo de dudar de ser el escogido de Dios y de temer hacer el ridículo al pretenderlo, como ejemplifica la última de sus versiones, a la que volveré más adelante. Aquí lo doméstico, lo particular tiene una importancia enorme, mientras que en Kierkegaard su lugar en el mundo no es tema de preocupación, con lo que parece estar de algún modo de acuerdo con el archiconocido precepto cristiano de “ganar la vida a base de perderla”, de labrarse un nombre y ganarse la eternidad a través de la renuncia.
Pero la Intención de Kierkegaard es hacer pensar a sus lectores, aunque fuera después de provocarlos, en especial aquellos que pudieran ofenderse por el hecho de que asociara el “Estadio Religioso” al Absurdo, aunque para él se tratara precisamente del estado más elevado. Escoge a Abraham como “Caballero de la Fe” para ilustrar la incompatibilidad Fe/Razón. En cambio el Abraham de Kafka tiene algo de cómico, se le podría comparar con la figura yiddish del Schielmel, el “fool” en su versión humorística judía, hombre lento y torpe a la vez en cierto modo entrañable que tan bien retratado queda en buena parte de los papeles de Woody Allen en sus películas. Se trata de un hombre común, un hombre vulgar, despojado de toda el áurea que podría tener el “Caballero de Fe” Kierkegerdiaano. Como si de algún modo lo retara, las versiones de Abraham de Kafka presentan a un hombre atareado, despistado, y el narrador no deja de romper los momentos de aparente dramatismo con golpes de ironía y de humor. Frente a la visión trágica de Kierkegaard, el Abrahám de Kafka hace reír, porque esa relación tan íntima con Dios se ve afectada de repente por contingencias ridículas como, por ejemplo, tener que resolver dónde esconder el cuchillo después de ejecutar el sacrificio. Este Abrahám doméstico se convierte en un anti-héroe permanentemente ocupado en el sinsentido de sus quehaceres, como si de un Sísifo casero se tratara. Hasta lleva el absurdo en una de las versiones a  tener que obedecer el mandato de sacrificar un hijo que ni siquiera tiene.
El último de sus Abrahames da para entretenerse incluso más: se trata de un ser demasiado humilde, tanto, que no logra concebir que él, un hombre mayor, y su “hijo mugroso” hayan sido escogidos por Dios. Dice:
“Hay aún otro Abraham, uno que quiere sacrificar con toda corrección, y que sobre todo tiene sentido para estas cosas, pero no puede creer que sea el designado, él, un viejo repulsivo, y su hijo, un muchacho mugroso. A él no le falta fe verdadera, él la tiene; en las condiciones adecuadas sacrificaría; si sólo pudiera creer que de verdad es el designado (...) El mundo de entonces se habría horrorizado de Abrahám si hubiera visto que temía que el mundo se desternillara de risa ante su sola visión. Pero no es el ridículo en sí mismo al que él teme- lo teme también pero teme más aún sumar al coro de las risas la suya propia-; lo que teme es que este ridículo lo hará aún más viejo y repulsivo, a su hijo aún más mugroso, aún más indigno de ser realmente llamado. ¡Un Abrahám que viene sin ser llamando! Es como cuando un mejor alumno debe recibir solemnemente un premio al final del año y, por un error auditivo, en medio de un silencio lleno de expectativas, el peor estudiante se levanta del último sucio banco y se adelanta; toda la clase explota de risa.”
La risa de Kafka es distinta a la carcajada condescendiente que se produce en las alturas, quizás las alturas del monte Moriah a los que su personaje no llega a ascender, y los actos de trascendencia que se podrían haber llevado a cabo allí. Se trata de una risa que produce precisamente consciencia de finitud. Y en este sentido se podría trazar un puente con las versiones de Abraham retratadas por Kierkegaard: lo cómico se vuelve trágico y, a la vez, ofrece un espacio de resistencia a la burocracia de la autoridad. Con la risa se consigue quizás lo que apunta Giorgio Agamben: “Kafka tenía ante sí una humanidad -la pequeña burguesía planetaria- que había sido expropiada de toda experiencia que no fuera la vergüenza. La vergüenza, es decir, la pura, vacía forma del más íntimo sentimiento del yo. Para una humanidad semejante, la única inocencia posible hubiese sido la de poder avergonzarse (...) Por ello Kafka intenta enseñar a los hombres el uso del único bien que les queda: no a librarse de la vergüenza si no a liberar a la vergüenza.”
Se trata, entonces, de una risa contra nosotros mismos. Que, en el caso de este último Abrahám y relacionada con la consciencia de la propia finitud y de la vergüenza que genera, no deja de ser una forma de abordar la intemperie y la falta de certidumbres tan propia del siglo XX. La postura de Kierkegaard frente al mismo hecho, como no podría ser menos dada su herencia protestante, será habitar, experimentar hasta la máxima tensión del arco, el “temor”y el “temblor”de la duda. Dos maneras, la cómica y la trágica en realidad en cierta manera entremezcladas, para abordar uno de los personajes y de las escenas más fascinantes y controvertidas del legado monoteísta patriarcal. Pero ¿tan alejadas, en el fondo? En especial este último Abrahám de Kafka, el que duda, aunque sea desde su postura cómica, de ser el elegido, ¿no es de algún modo similar al Abraham de Kierkegaard que tiembla ante la duda, ante la falta de certidumbre, de garantías, de QUÉ dice la voz divina, una vez desmontado el vehículo oficial de las religiones institucionalizadas? Quizás, al fin y al cabo, es que se trata de un mismo estremecimiento, una misma sacudida, aunque puedan ser percibidos desde el desasosiego del temor, o desde el desasosiego de la vergüenza, y de su risa.


Por Sílvia Ardévolm